El entusiasmo por la vida, esa intensidad con la que se vive a las primeras edades como decía nuestro amigo Mensab hace algunos post, saboreando cada minuto largo y denso de historia, me parece una de esas pérdidas absolutas a las que condena la madurez en todo su esplendor. Nunca he vuelto a vivir momentos como aquellos, en los que los olores, los sabores, el mismo discurrir de los minutos tenía nombre y se nos hacía presente aunque no tuviéramos consciencia de ello.
Las tardes de verano, la brisa en nuestros cabellos, los besos de mamá, el sabor del polvo y de la tierra al choquetazo con la bicibicleta, la lluvia sobre los párpados, la fragilidad de la amistad y de los rencores, el beso sin piedad y sin dolor del sol de las cuatro de la tarde y los hombros de nuestros amigos. Se hallan guardados y me hicieron como soy.
A los que velaron por que todo aquello fuera posible les agradezco su tesón, pues me dieron norte cierto, aunque ya no estén.
De eso se trata éste oficio nuevo.